viernes, 1 de julio de 2011

Si el incesto que protagonizan Marty Mcfly y su madre en Volver al Futuro I se hubiera concretado, el mundo hubiera desaparecido.
El incesto barrería, según tengo entendido, con toda la existencia tal como la conocemos.

En las leyes de los viajes al futuro, cualquier cambio, por pequeño que sea, produce consecuencias desastrosas en el futuro. Imaginen si alguien concibe un hijo con su propia madre. Pero no en tiempo presente, sino que regresa en el tiempo. El Doc muestra su verdadera cara: en lugar de ese científico filántropo, distraído y bonachón que aparenta ser, es en realidad un anarquista universal, un destructor metafísico. Quizá el ataque de los terroristas árabes haya sido en realidad una puesta en escena, para encubrir sus verdaderas intenciones: un acto incestuoso que acabe con esta realidad; un acto anárquico-metafísico, que barre con todo orden de la realidad, que destruye el mundo.

Todo sale perfecto. La pretérita madre se rinde a los pies de su hijo, maravillada. Doc había calculado bien: la veneración de una madre por su hijo se mantenía, pero distorsionada por efecto del tiempo. El momento llega. Madre e hijo se encuentran. Queda una última barrera, la moral. La sensualidad materna la convierte en nada. Los escrúpulos libidinales desaparecen.

Mc Fly se entrega. El Doc, complacido, asiste a su victoria.

Pero los impulsos se ven súbitamente refrenados. ¿Qué fuerza sobrenatural se impone entre Marty y su madre? El clima se rompe. La ocasión desaparece. Un malestar arcaico, antiguo como el hombre mismo, abandona su condición de invisible, de presencia inobservable, y se hace realidad palpable.

Doc observa, incrédulo. Su plan, el de acabar con el mundo incestuosamente, se ve frustrado.

Su condición de anarquista ateo tambalea. Su condición de enemigo mortal de la humanidad, de misántropo, también. Su plan maestro, ese al que había dedicado su vida, es el que le demuestra, inapelablemente, su equivocación.

Años después, el Doc llega a dos conclusiones diferentes sobre el motivo que llevó a la destrucción de su plan: el primero es la existencia de un Dios, un Orden sobrenatural. Llevó al ser humano, en su plan macabro, al límite del libre albedrío: una acción que es no acción, que no existe. Su plan, al oponerse a este Orden, era impracticable. Tiembla el Doc, en su fanatismo ateo, al arribar a esta primera conclusión: posee la evidencia de la existencia de Dios. Por eso, se inclina por la otra opción, más psicológica esta: la presencia de estructuras milenarias, que nacieron con el hombre y desaparecerán con él. En su intento de forzar la desaparición del hombre, de la entera realidad, no contó con el mismo factor humano. Quizá, con su plan, hizo temblar los cimientos de la psicología universal, pero no los puedo derribar, debido a que utilizaba como herramientas a mecanismos propios de la humanidad. La realidad se asienta en diversas cualidades humanas. Al borrar estas cualidades, la existencia hubiera desaparecido. Pero la misma consideración de lo real hace de estas cualidades verdades inextinguibles. Al llegar a esta conclusión, casi como una epifanía, se da cuenta de lo peor. Las dos opciones que postulaba como causas del fracaso de su plan, son en realidad la misma. Las cualidades que determinan lo real son en si mismas Ordenes sobrenaturales.

Es demasiado para el alma, en el fondo sensible, del Doc.

Recuerda veladas anarquistas, en las que sus compañeros se burlaban de su plan. El los despreciaba, consideraba insulsas sus prácticas, sus métodos. Se consideraba a sí mismo el primer anarquista científico, metafísico. Pero entiende que su plan falla en la medida que utiliza a los mismos seres humanos como medio, como herramientas de su plan anárquico. Y entiende que sus compañeros tenían razón. Sus métodos, despojados de cualquier factor humano, eran más útiles que el suyo. Pero más insignificantes. Toma conciencia de que la eficacia de los actos anárquicos es proporcional a su insignificancia. Cuanto más mínimo es un acto de desorden, más eficaz es.
Sin fuerzas, se entrega a la bebida. Una noche, borracho, prende fuego el Delorean, que le recuerda inevitablemente su equivocación. Conoce un cura. Asiste a misa regularmente. Deja la bebida.

lunes, 30 de mayo de 2011

la construcción de la complicidad

Un bebé con sus padres en el tren. El bebé berrea, grita. La madre lo levanta y lo lleva a otro asiento. El padre queda solo. Recuesta la cabeza contra el respaldo e intenta dormir. El bebé y la madre están sentados ahora en el asiento de adelante. La madre no puede contener al bebé que, sin dejar de llorar, se le escapa y mira al padre que intenta dormir. Los berridos del bebé se hacen cada vez más intensos. Parece hincharse, llenar el vagón. Ahora está rojo y con los cachetes inflados. Como esos peces cuya única herramienta de supervivencia es el inflarse. O como alguien tímido, que pasa por egocéntrico solo para disimular la timidez. El padre infla los cachetes. El bebé sorprendido, deja de llorar por un instante. El padre y su bebé se parecen. El padre, sin dejar de inflar los cachetes, bizquea los ojos. Si el bebé ya estaba confundido al ver a su padre con los cachetes inflados, esto lo desconcierta del todo. No sabe que hacer. Lo mira concentrado, estudiando al padre. Busca en la mueca del padre alguna referencia, algo que le diga que es lo que debe hacer. Se concentra. Estira los brazos para tocarlo. Nunca había visto esa expresión. El padre se mueve ligeramente hacia el bebé, sin cambiar su mueca. Los ojos parecen tocar el puente de la nariz y los cachetes empiezan a tornarse rojizos. El bebé retrocede. Se siente amenazado por esa cara desconocida que se le acerca más y más, pero a la vez algo lo hipnotiza. Busca algún rasgo familiar, como un reencuentro de dos viejos conocidos que mirándose fijamente, se buscan entre sí alguna señal, algún rasgo físico que les recuerde como era su relación. Una pista para interactuar a partir de ella. Un punto aún secreto, muy específico, que de encontrarse, libere una oleada de complicidad, como quien extrae petróleo de un pozo. Los viejos conocidos se miden, hablan. Pero ambos saben que la charla es inútil si no se encuentran el rincón desde donde puedan retomar la complicidad perdida.
La complicidad no habita en las charlas intrascendentes, en la acumulación de informaciones. Habita en un rasgo único, específico. En un atributo intransferible.
A medida que nos familiarizamos con una persona, esa virtud, ese defecto, crece, se hace inmenso como un árbol en su hábitat natural. A medida que nos alejamos de esa persona, su especificidad empieza a empequeñecerse. Se tapa con arrugas, con polvo, con tiempo. Finalmente, no existe. Y esa inexistencia se extiende al tiempo pasado: nunca existió. La memoria es un mecanismo demasiado brutal para contener tan delicada información. Puede alojar recuerdos, pero el conocimiento de este rasgo único sólo se conjuga en presente. Para recobrar la complicidad perdida es necesario partir de aquí. Es necesario construir al otro de nuevo de acuerdo a su renovado descubrimiento.
El bebé escruta la cara de su padre y estruja su memoria, como una de esas computadoras de película donde se comparan rápidamente fotos de delincuentes prófugos. El resultado es negativo: el bebé no puede asociar esa mueca deforme a la cara que solía ser de su padre. Entonces se larga a llorar de nuevo.

jueves, 26 de mayo de 2011

simulacro de escritura letras inciertas palabras que como un código desencadenan una acción posterior pero que desprovistas de orden aparecen como un lenguaje extinto una lengua muerta un animal desconocido para la ciencia una habitación oscura un recuerdo ajeno intento vaciarlas de la experiencia espero encontrarlas al final del camino mis palabras puras
decido hundirlas en un mar de incoherencia decido suspender cualquier impresión previa cualquier experiencia que me ate a una palabra determinada las letras mismas aparecen como extrañas con sus dobleces se me aparecen y yo que intento despojarlas de cualquier significado me hundo en un mar de incoherencia allí en lo profundo de ese mar me espera un orden desconocido pero también la certeza de que no puedo de ninguna manera desnudar la palabra
entiendo que aunque piense que soy yo quien viste a las palabras son en realidad ellas quienes me cargan de sentido ellas mismas son su propia finalidad causa y consecuencia me usan y no al revés mis palabras domesticadas me esclavizan son tiranas señalan los limites de mi pensamiento todo
pienso en mi ya derrotado por mis palabras, sin posibilidad y mas allá de ellas la nada el todo

viernes, 10 de diciembre de 2010

El tiempo y como evitarlo

I
La primera lección del periodismo es que la objetividad pura no existe. Por eso el periodista, guiado por su inefable instinto, debe seleccionar lo más importante y darlo a conocer: transcribir la entera realidad es imposible. La tarea del artista es similar: debe crear todo un universo solo para contar una historia. La tarea de selección del narrador (en una película, un libro, una canción) es la parte más difícil. El mundo que crea cada autor está condenado, desde su concepción, a desaparecer, o, por lo menos, a comprimirse exageradamente.
Sin embargo, sospecho que algunas obras podrían extenderse hasta el infinito. El Proceso, de Kafka, es una de ellas. La historia, desde que K es arrestado hasta su ejecución, podría fragmentarse infinitamente, como la distancia entre Aquiles y la tortuga.
Como Lennon cuando cortaba pedazos de cinta y los pegaba desordenadamente, Kafka acomoda una tras otra pequeñas anécdotas entre el final y el principio de su historia. Y eso es lo único que existe: un principio, donde se detiene a K, y un final, donde K es ejecutado. Estéticamente, parece que Kafka construye las viñetas con el material evanescente de los sueños y las pesadillas, tal vez resultado su escritura críptica.
Tal vez es un recurso del checo: denuncia las delaciones de un sistema jurídico escribiendo una novela en la que justamente el tiempo no importa. K es inmortal, pero el proceso que pende sobre su cabeza lo es también. Tal vez el proceso es la causa de la inmortalidad, tal vez su consecuencia.
De hecho, Kafka murió antes de concluir este libro: otra pista, tal vez definitiva esta, de la inmortalidad (literal) de la novela y, por extensión, del propio Franz Kafka.

II
Del tiempo
Seishin to Toki no Heya, o Habitación de la mente y el tiempo, es una sala de entrenamiento en el universo Dragon Ball. Lo fantástico de esta habitación es que dilata el tiempo. De esta manera, un guerrero podía entrenar todo un año dentro de la sala, pero estaría solo un día en el universo lineal. La única entrada a la habitación es mediante una puerta. Si esta puerta se destruía mientras una persona permanecía dentro, pasaría a otro plano, o a la siguiente dimensión. O se sumergiría en la ausencia de tiempo espacio: la Nada misma.
El espacio dentro de la sala es, como no podía ser de otra manera, ilimitado, infinito. Es interesante como se lo representa: un suelo con baldosas blancas, que se extiende hasta donde alcanza la mirada. Tiempo y espacio casi infinitos.

De la mente
Recordemos que la habitación se llama “de la mente y el tiempo”. La idea del espacio aletargado se relaciona de una manera estrecha (he aquí la mente) con los marcadores cronobiológicos. Más precisamente los ganglios basales y el cuerpo estriado, un circuito de intervalos alojado en el cerebro que se encarga de regular en el tiempo las actividades que realicemos, afectando a nuestra percepción, memoria y pensamiento.
Este circuito determina, por ejemplo, que cuando realizamos actividades agradables el tiempo resulte mucho más rápido que cuando hacemos algo pesado, aburrido. La habitación misma es una inmensa metáfora sobre el tiempo biológico y el tiempo cronológico, sobre las múltiples percepciones que puede tener el ser humano del tiempo.
Lo mismo encontramos en el final del primer libro de la saga Narnia. Los cuatro personajes, adultos tras una vida entera detrás del armario, vuelven al mundo real como los niños que habían entrado: escasos minutos habían pasado desde su partida. Lewis pone el acento en la imaginación, y lo postula como método de evasión del tiempo lineal. La habitación del tiempo, un armario: son variados los símbolos creados como forma de evadir el tiempo, de superarlo: tal vez la única meta del ser humano.

jueves, 4 de noviembre de 2010

tres reflexiones (2)

Durante ocho años, incubé grillos en el cerebro cuando dormía. Se amontonaban detrás de los ojos, en los huesos de mi cara, en los espacios vacíos. Tanteaban en la oscuridad de mi cuerpo.
Cuando llegó el día, brotaron de golpe por mis fosas nasales. Desesperados por huir de su cautiverio, arrancaron la carne. Otros salieron por mi boca. Al encontrarse con la luz del sol fueron muriendo. Treinta y seis grillos. La mayoría se retorcía con espasmos y luego moría.
Algunos, sin embargo, consiguieron escapar de la mortífera luz solar. Se arrastraron hasta la sombra y una vez allí empezaron a cantar alegremente.
Yo los oía cantar y pensaba en las palabras y el tiempo. O mejor dicho, en todas las palabras y todo el tiempo perdidos. Porque, ¿las palabras perdidas son consecuencia del tiempo perdido? ¿O todo el tiempo perdido es consecuencia de las palabras perdidas? En eso pensaba y miraba a mis grillos cantar alegremente.

Fantasmagoria es, tal vez, la materia del pensamiento, de las ideas. Es quizás la dulce carne con que construimos los poemas. O podría ser una propiedad exclusiva de las cosas muertas: tanto los animales como los océanos muertos están recubiertos con fantasmagoria, una fina película plateada, casi imperceptible al ojo humano. O es luz lejana, espejismo, premonición. Fatalidad.


Poemadivinanza #280/5
Tropical,
agua de la luna,
superstición.
Luz cálida, que brota bajo mis pies.
Tres tigres amansados a la luz de las estrellas.
Poder, inmenso poder. Inabarcable.
Memoria vacía, que se va llenando de oxígeno.
Un ojo negro, profundo como el océano.
Todos los sonidos de la historia comprimidos en un verbo susurrado.
¿Cuál es?

miércoles, 6 de octubre de 2010

Galahad, el guerrero gris

Según M, el poema, o su materia prima, atraviesa dos movimientos antes de volcarse al papel. El primero, ad intra del poeta, es el de ascenso: el poeta concibe su obra internamente: toma contacto con poema abstracto, puro en su contenido y libre en sus formas (o tal vez libre en su contenido y puro en sus formas).
El segundo deber del poeta, ad extra, es el ejercicio de las letras: el descenso, a las formas finitas de lo terrenal. Es deber del poeta tanto ceñirse a lo impoluto, en un intento fallido desde su concepción, como el de aceptación de las rígidas leyes que el lenguaje impone, producto esta de aquella.

Para B, la del poeta es una tarea que reside menos en la poesía en sí, que en la creación de razones para que su obra sea admirable. Acto interno este, logrará solo modificar al poeta, en una suerte de gesta interna: tan atormentada como insignificante.

martes, 28 de septiembre de 2010

una imagen para tito landy

Mientras suena la canción Nunca llueve en la California sureña, de Albert Hammond, camino por el centro de alguna ciudad del conurbano. Los carteles rojos y negros se superponen y se mezclan con los cables, como si fueran venas y huesos. Se escuchan bocinas y gritos, que se confunden con la flauta que suena en la canción. Yo camino, ignorando los signos de mal augurio que veo entre la basura de la calle. Se pueden superponer imágenes de Operación Dragón, de Bruce Lee. Atravieso casas de deporte, casas de belleza, casas de electrodomésticos.
Llego a mi destino: un supermercado chino. Un tipo de pelo largo, con un parecido increíble con Robert Downey jr, me habla. No entiendo que dice. Creo que me pregunta algo, espera que le conteste. Me quedo callado. Un cartel de Nippur, el guerrero de Lagash, se erige inmenso en una pared, portando una espada. Los abdominales del tuerto brillan al sol, orgullosos. Junto a él cuelga un látigo negro, brillante. Le pregunto por el látigo a mi interlocutor. Se lo señalo. Lo va a buscar, lo trae y me lo entrega, entre frases incomprensibles. Ignorándolo, recorro con las yemas de mis dedos la superficie plástica del látigo. Es rugoso y caliente en el mango, como el grip de una raqueta, pero a medida que llego al extremo, se va haciendo más frío y más liso, como si tocara una madera.
Ahora suena Los comediantes, de Charles Aznavour.
El tipo me señala una escalera. Me empuja. Yo me deshago de él y la subo. Arriba me espera lo peor.