lunes, 30 de mayo de 2011

la construcción de la complicidad

Un bebé con sus padres en el tren. El bebé berrea, grita. La madre lo levanta y lo lleva a otro asiento. El padre queda solo. Recuesta la cabeza contra el respaldo e intenta dormir. El bebé y la madre están sentados ahora en el asiento de adelante. La madre no puede contener al bebé que, sin dejar de llorar, se le escapa y mira al padre que intenta dormir. Los berridos del bebé se hacen cada vez más intensos. Parece hincharse, llenar el vagón. Ahora está rojo y con los cachetes inflados. Como esos peces cuya única herramienta de supervivencia es el inflarse. O como alguien tímido, que pasa por egocéntrico solo para disimular la timidez. El padre infla los cachetes. El bebé sorprendido, deja de llorar por un instante. El padre y su bebé se parecen. El padre, sin dejar de inflar los cachetes, bizquea los ojos. Si el bebé ya estaba confundido al ver a su padre con los cachetes inflados, esto lo desconcierta del todo. No sabe que hacer. Lo mira concentrado, estudiando al padre. Busca en la mueca del padre alguna referencia, algo que le diga que es lo que debe hacer. Se concentra. Estira los brazos para tocarlo. Nunca había visto esa expresión. El padre se mueve ligeramente hacia el bebé, sin cambiar su mueca. Los ojos parecen tocar el puente de la nariz y los cachetes empiezan a tornarse rojizos. El bebé retrocede. Se siente amenazado por esa cara desconocida que se le acerca más y más, pero a la vez algo lo hipnotiza. Busca algún rasgo familiar, como un reencuentro de dos viejos conocidos que mirándose fijamente, se buscan entre sí alguna señal, algún rasgo físico que les recuerde como era su relación. Una pista para interactuar a partir de ella. Un punto aún secreto, muy específico, que de encontrarse, libere una oleada de complicidad, como quien extrae petróleo de un pozo. Los viejos conocidos se miden, hablan. Pero ambos saben que la charla es inútil si no se encuentran el rincón desde donde puedan retomar la complicidad perdida.
La complicidad no habita en las charlas intrascendentes, en la acumulación de informaciones. Habita en un rasgo único, específico. En un atributo intransferible.
A medida que nos familiarizamos con una persona, esa virtud, ese defecto, crece, se hace inmenso como un árbol en su hábitat natural. A medida que nos alejamos de esa persona, su especificidad empieza a empequeñecerse. Se tapa con arrugas, con polvo, con tiempo. Finalmente, no existe. Y esa inexistencia se extiende al tiempo pasado: nunca existió. La memoria es un mecanismo demasiado brutal para contener tan delicada información. Puede alojar recuerdos, pero el conocimiento de este rasgo único sólo se conjuga en presente. Para recobrar la complicidad perdida es necesario partir de aquí. Es necesario construir al otro de nuevo de acuerdo a su renovado descubrimiento.
El bebé escruta la cara de su padre y estruja su memoria, como una de esas computadoras de película donde se comparan rápidamente fotos de delincuentes prófugos. El resultado es negativo: el bebé no puede asociar esa mueca deforme a la cara que solía ser de su padre. Entonces se larga a llorar de nuevo.

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