viernes, 10 de diciembre de 2010

El tiempo y como evitarlo

I
La primera lección del periodismo es que la objetividad pura no existe. Por eso el periodista, guiado por su inefable instinto, debe seleccionar lo más importante y darlo a conocer: transcribir la entera realidad es imposible. La tarea del artista es similar: debe crear todo un universo solo para contar una historia. La tarea de selección del narrador (en una película, un libro, una canción) es la parte más difícil. El mundo que crea cada autor está condenado, desde su concepción, a desaparecer, o, por lo menos, a comprimirse exageradamente.
Sin embargo, sospecho que algunas obras podrían extenderse hasta el infinito. El Proceso, de Kafka, es una de ellas. La historia, desde que K es arrestado hasta su ejecución, podría fragmentarse infinitamente, como la distancia entre Aquiles y la tortuga.
Como Lennon cuando cortaba pedazos de cinta y los pegaba desordenadamente, Kafka acomoda una tras otra pequeñas anécdotas entre el final y el principio de su historia. Y eso es lo único que existe: un principio, donde se detiene a K, y un final, donde K es ejecutado. Estéticamente, parece que Kafka construye las viñetas con el material evanescente de los sueños y las pesadillas, tal vez resultado su escritura críptica.
Tal vez es un recurso del checo: denuncia las delaciones de un sistema jurídico escribiendo una novela en la que justamente el tiempo no importa. K es inmortal, pero el proceso que pende sobre su cabeza lo es también. Tal vez el proceso es la causa de la inmortalidad, tal vez su consecuencia.
De hecho, Kafka murió antes de concluir este libro: otra pista, tal vez definitiva esta, de la inmortalidad (literal) de la novela y, por extensión, del propio Franz Kafka.

II
Del tiempo
Seishin to Toki no Heya, o Habitación de la mente y el tiempo, es una sala de entrenamiento en el universo Dragon Ball. Lo fantástico de esta habitación es que dilata el tiempo. De esta manera, un guerrero podía entrenar todo un año dentro de la sala, pero estaría solo un día en el universo lineal. La única entrada a la habitación es mediante una puerta. Si esta puerta se destruía mientras una persona permanecía dentro, pasaría a otro plano, o a la siguiente dimensión. O se sumergiría en la ausencia de tiempo espacio: la Nada misma.
El espacio dentro de la sala es, como no podía ser de otra manera, ilimitado, infinito. Es interesante como se lo representa: un suelo con baldosas blancas, que se extiende hasta donde alcanza la mirada. Tiempo y espacio casi infinitos.

De la mente
Recordemos que la habitación se llama “de la mente y el tiempo”. La idea del espacio aletargado se relaciona de una manera estrecha (he aquí la mente) con los marcadores cronobiológicos. Más precisamente los ganglios basales y el cuerpo estriado, un circuito de intervalos alojado en el cerebro que se encarga de regular en el tiempo las actividades que realicemos, afectando a nuestra percepción, memoria y pensamiento.
Este circuito determina, por ejemplo, que cuando realizamos actividades agradables el tiempo resulte mucho más rápido que cuando hacemos algo pesado, aburrido. La habitación misma es una inmensa metáfora sobre el tiempo biológico y el tiempo cronológico, sobre las múltiples percepciones que puede tener el ser humano del tiempo.
Lo mismo encontramos en el final del primer libro de la saga Narnia. Los cuatro personajes, adultos tras una vida entera detrás del armario, vuelven al mundo real como los niños que habían entrado: escasos minutos habían pasado desde su partida. Lewis pone el acento en la imaginación, y lo postula como método de evasión del tiempo lineal. La habitación del tiempo, un armario: son variados los símbolos creados como forma de evadir el tiempo, de superarlo: tal vez la única meta del ser humano.

jueves, 4 de noviembre de 2010

tres reflexiones (2)

Durante ocho años, incubé grillos en el cerebro cuando dormía. Se amontonaban detrás de los ojos, en los huesos de mi cara, en los espacios vacíos. Tanteaban en la oscuridad de mi cuerpo.
Cuando llegó el día, brotaron de golpe por mis fosas nasales. Desesperados por huir de su cautiverio, arrancaron la carne. Otros salieron por mi boca. Al encontrarse con la luz del sol fueron muriendo. Treinta y seis grillos. La mayoría se retorcía con espasmos y luego moría.
Algunos, sin embargo, consiguieron escapar de la mortífera luz solar. Se arrastraron hasta la sombra y una vez allí empezaron a cantar alegremente.
Yo los oía cantar y pensaba en las palabras y el tiempo. O mejor dicho, en todas las palabras y todo el tiempo perdidos. Porque, ¿las palabras perdidas son consecuencia del tiempo perdido? ¿O todo el tiempo perdido es consecuencia de las palabras perdidas? En eso pensaba y miraba a mis grillos cantar alegremente.

Fantasmagoria es, tal vez, la materia del pensamiento, de las ideas. Es quizás la dulce carne con que construimos los poemas. O podría ser una propiedad exclusiva de las cosas muertas: tanto los animales como los océanos muertos están recubiertos con fantasmagoria, una fina película plateada, casi imperceptible al ojo humano. O es luz lejana, espejismo, premonición. Fatalidad.


Poemadivinanza #280/5
Tropical,
agua de la luna,
superstición.
Luz cálida, que brota bajo mis pies.
Tres tigres amansados a la luz de las estrellas.
Poder, inmenso poder. Inabarcable.
Memoria vacía, que se va llenando de oxígeno.
Un ojo negro, profundo como el océano.
Todos los sonidos de la historia comprimidos en un verbo susurrado.
¿Cuál es?

miércoles, 6 de octubre de 2010

Galahad, el guerrero gris

Según M, el poema, o su materia prima, atraviesa dos movimientos antes de volcarse al papel. El primero, ad intra del poeta, es el de ascenso: el poeta concibe su obra internamente: toma contacto con poema abstracto, puro en su contenido y libre en sus formas (o tal vez libre en su contenido y puro en sus formas).
El segundo deber del poeta, ad extra, es el ejercicio de las letras: el descenso, a las formas finitas de lo terrenal. Es deber del poeta tanto ceñirse a lo impoluto, en un intento fallido desde su concepción, como el de aceptación de las rígidas leyes que el lenguaje impone, producto esta de aquella.

Para B, la del poeta es una tarea que reside menos en la poesía en sí, que en la creación de razones para que su obra sea admirable. Acto interno este, logrará solo modificar al poeta, en una suerte de gesta interna: tan atormentada como insignificante.

martes, 28 de septiembre de 2010

una imagen para tito landy

Mientras suena la canción Nunca llueve en la California sureña, de Albert Hammond, camino por el centro de alguna ciudad del conurbano. Los carteles rojos y negros se superponen y se mezclan con los cables, como si fueran venas y huesos. Se escuchan bocinas y gritos, que se confunden con la flauta que suena en la canción. Yo camino, ignorando los signos de mal augurio que veo entre la basura de la calle. Se pueden superponer imágenes de Operación Dragón, de Bruce Lee. Atravieso casas de deporte, casas de belleza, casas de electrodomésticos.
Llego a mi destino: un supermercado chino. Un tipo de pelo largo, con un parecido increíble con Robert Downey jr, me habla. No entiendo que dice. Creo que me pregunta algo, espera que le conteste. Me quedo callado. Un cartel de Nippur, el guerrero de Lagash, se erige inmenso en una pared, portando una espada. Los abdominales del tuerto brillan al sol, orgullosos. Junto a él cuelga un látigo negro, brillante. Le pregunto por el látigo a mi interlocutor. Se lo señalo. Lo va a buscar, lo trae y me lo entrega, entre frases incomprensibles. Ignorándolo, recorro con las yemas de mis dedos la superficie plástica del látigo. Es rugoso y caliente en el mango, como el grip de una raqueta, pero a medida que llego al extremo, se va haciendo más frío y más liso, como si tocara una madera.
Ahora suena Los comediantes, de Charles Aznavour.
El tipo me señala una escalera. Me empuja. Yo me deshago de él y la subo. Arriba me espera lo peor.

tres reflexiones

Venus
Hay un cuento en el que Bradbury presenta a Venus como un lugar en el que llueve eternamente. Esto conlleva una forma bastante inédita de suicidarse: acostarse en el suelo (tratando de estar a cielo abierto), abrir la boca y mantenerla abierta. Los suicidios de los terrícolas en Venus son bastante frecuentes: Bradbury describe lo que sucede con los hombres que pasaron años y años bajo la lluvia. Es como si la lluvia los fuera desgastando, erosionando. Como si a los astronautas se les diluyera el color en esa lluvia eterna. Sin embargo, periféricamente ubicadas, existen en Venus ciertas cúpulas de Sol: construcciones de mediano tamaño en las que los hombres pueden secarse, pueden comer. Un pequeño sol, ubicado en la parte central de la sala, permite a los hombres desnudarse y tumbarse, refugiados de la lluvia que afuera continúa cayendo, inmortal.
Los venusinos, criaturas anfibias, sabotean las cúpulas. Destrozan el edificio, apagan el sol. Y si hay algún humano dentro, se lo llevan y lo ahogan.
Puedo imaginar esa imagen con “A hard rain is gonna fall” de Dylan sonando de fondo: los venusinos, muy parecidos a la criatura de La cosa, destruyendo la cúpula dorada, mientras Dylan canta sobre una autopista de diamantes que nadie usa, sobre doce océanos muertos.


La diablada
Veo a la diablada durmiendo. Vistiendo pantalones anchos, sucios. Sombreros de paja. En un momento, como si hubiera sido premeditado, todas las panzas se hinchan con el respirar de la diablada. Algunos llevan rastrillos con ellos. Es de madrugada. Sobre el pasto verde nacen pinos altísimos, que se recortan sobre la noche que va muriendo. La diablada, inmutable, sigue durmiendo sin sospechar el milagro que está por empezar.


Requisito
Para que funcione, la materia liviana, ínfima, del poema, debe hacerse carne. Hacerse electricidad. Una potente descarga que recorre el cuerpo y lo llena de energía. O hacerse viento, una brisa que despeina, que sopla en los ojos y los nubla o los llena de lágrimas. Quizás se convierta en sonido, en pluma y en carbón.

jueves, 2 de septiembre de 2010

aviso

1
Una raza de supermujeres brota inesperadamente de las entrañas del inabarcable conurbano. Potentes, neumáticas, guerreras.

2
Hijas del desafío tropical, de la muda, inequívoca e involuntaria reivindicación de lo aborigen, hijas del Sol, de una televisión invencible en su banalidad; que no contenta con sus dominios, trasciende sus límites físicos y se cuela en toda la vida: que es como la lluvia, putrefacta, turbia, que entra mansa en mi casa, en tu casa. Y se hace carne: una carne dulce, sagrada.

3
Son la nueva apuesta revolucionaria, que somete por su sabor. Son las nuevas amazonas. Violentas, con su rostro abigarrado de malas intenciones miran desafiantes al mundo. Las hijas de los drugos de Burguess. Las reinas del feminismo involuntario.
Por las noches invaden las calles, tatuadas, y someten a quien se le cruza por el camino. Los gritos desesperados se oyen, pero nadie quiere salir: lo que en principio era un pasatiempo casi burgués es ahora un fuego explosivo, inmortal.

4
Las miradas afiebradas, que no dejan licuar lo carnavalesco ni siquiera en los bordes góticos, se detienen en su próximo objetivo. Biología y cronología exactas, que se unen para crear el azote último de la vida. Atrás quedaron los falsos profetas, el nuevo superhombre, la mala poesía que renacía, imborrable: todo eso está a punto de desaparecer. Nuestras hijas marginales nos tienen en sus manos. De sus bocas emana el último sonido de la vida, ese que escucha la gente antes de morir. Temblamos como nuestros antepasados europeos temblaban al escuchar la tierra estremecerse bajo los cascos del ejército huno.

5
Mientras retozábamos con nuestros jueguitos proustianos, mientras nos inventábamos una mujer nueva solo para complacer nuestra languidez, se gestaba algo en el seno último, en el seno equivocado, ese que alimentamos y subestimamos. Ese que crecía rechoncho y lleno de vida bajo nuestra mirada desatenta. Casi como un signo irónico de los tiempos: donde lo divino y lo pagano se alinearon, ahí nació un monstruo.
Un monstruo que se hoy se asoma a nuestras ventanas, que las rompe, que se bebe nuestra sangre en bárbaro espectáculo.

Por eso, joven argentino, esto es un llamado a tu saludable, robusta y maravillosa violencia. A la inmensa capacidad de brutalidad que tenés adentro.

Hoy por hoy es nuestra única esperanza.

viernes, 27 de agosto de 2010

Calchaquí

Bajo un cielo morado,
en la conjunción última de rocas:
las piernas descarnadas,
las bocas desdentadas.
Con agua blanca se limpian unos a otros.

Hoy festejan.
Con una sola maniobra,
esquivaron:
- al digital destino de perros.
- al tácito negocio de la muerte.

Se conforman sólo con las piedritas del fuego.



Ian Curtis

La tristeza, como polvo, ensucia todo.
Me confundo con la nieve: estoy ciego.

Bailo en las paredes, en los espejos, en las ventanas.
Una línea casi invisible recorre mi cuerpo:
de arribabajo.
Salto al vacío, pero no me hundo. Me quedo a dormir toda mi vida.
La ciudad se vacía, la calle, las casas. El sol enceguece.
Un desierto gris, una foto negra, placer aún desconocido. Eso es lo que queda de mí.



tres

Jugo de mandarina mezclado con plasticola:

eso sos.
Una mariposa se sienta en mi nariz.
Un ojo que parpadea y guiña.

Aguaviento
que me despeina y se ríe.
Arena blanca en un día gris:
un zafiro, una peca, una urraca.

martes, 24 de agosto de 2010

bitácora

1
Desde que tenía memoria, F se desmayaba.
Nada grave: un pequeño desmayo y se despertaba al poco tiempo. Este proceso nunca afectó su salud o al menos su desempeño escolar. Por más que investigó, tampoco pudo nunca encontrar una justificación racional de su extraño comportamiento biológico. Si es que realmente se trataba de un procedimiento biológico.
Sus padres, desesperados al principio, fueron acostumbrandose a la situación hasta que se convirtió en algo normal. Sus conocidos también fueron entendiendo el proceso, al punto de que cuando F se desmayaba, no interrumpían lo que estaban haciendo. Era casi como si F, en lugar de desmayarse, hubiera ido al baño o se estuviera atando los cordones.
Hasta aquí, todo es relativamente normal. Conozco gente que se desmaya periódicamente. Incluso hay gente que se desmaya por nimiedades como pueden ser la simple visión de una aguja, o por vértigo. Pero todas poseen alguna explicación sobre sus desmayos.
Lo verdaderamente extraño era que soñaba. Sus sueños eran como parábolas. O mejor, como situaciones. Pequeñas e invasivas situaciones se sucedían a lo largo de sus desmayos.
Es más, daba la impresión de que la verdadera razón de los periódicos desmayos eran los sueños. Como si alguien o algo le quisiera comunicar algo. Además, los momentos que duraba el desmayo eran los únicos en los que F soñaba. Cuando dormía, era incapaz de soñar. Por eso, veía los desmayos como una compensación, una segunda oportunidad.

2
En algún sueño, F apareció en una terraza. Una terraza baja, de barrio.
F recordaba que la casa de su infancia tenía una azotea bastante parecida: piso de membranas, paredes muy bajas. Incluso había ropa colgada. Algunas medias, una toalla blanca. El sol estaba fuerte y hacía bastante calor. F se desabrigó.
Empezó a buscar una escalera para bajar de la azotea, y se asustó. No había escalera para bajar. Era una terraza sin casa. Miró a su alrededor. Estaba rodeado de terrazas iguales. El paisaje llegaba hasta donde sus ojos alcanzaban. Estaba en un océano de azoteas.
F se aproximó al borde de la terraza. Miró hacia abajo: no había nada. Oscuridad.
Calculó mentalmente cuanta distancia había entre donde estaba y la terraza más próxima. Muy poco, tal vez medio metro.
Suspiró, dió un salto y cayó en la siguiente terraza. Era igual a la primera. Incluso en la ropa que colgaba de la soga; era exactamente igual. Se aproximó al borde, y saltó a la siguiente. La terraza se repetía, perfecta. Siguió atravesando terrazas.
Eran todas casi iguales a la primera. Algún detalle cambiaba, como la ropa, o el tamaño de la terraza. Pero en general, eran todas iguales. F no se cansaba, no tenía hambre. Treinta y tres terrazas, treinta y cuatro. El paisaje no terminaba nunca. Y se repetía, como un laberinto. Luego de un tiempo, se agregó un tanque de agua, grande, de plástico, ubicado en lo alto de las terrazas.El tanque negro era un detalle que se vislumbraba en las terrazas vecinas. Como satélites oscuros, cercanos. F se asomó al vacío. Esta era otra característica de sus sueños: Sabía que soñaba, pero no podía despertarse. La cuarta pared de sus sueños era invisible. Existía en el sueño, pero de una manera lejana, insólita. Así que se enfrentó a la oscuridad de abajo. Se paró en la pared y lentamente fue deslizando su cuerpo hacia adelante. Lo último que vió antes de hundirse en la nada fue el sol, una antorcha de carne gris, tan real como el capítulo de un libro.

lunes, 23 de agosto de 2010

elogio eterno de un viaje mental (a M)

Me llevo la carne dulce, plateada, a la boca y se deshace cuando intento morderla; se convierte en un charco gris y brillante y abstracto.
Y yo pienso:
Es la rabia azul de los desposeídos, los huérfanos del mundo.
Son los sonidos del fin del mundo.
Es la frontera inexpugnable de un reino extinto, invisible.

jueves, 19 de agosto de 2010

efímero análisis de la gravedad del ser

A ver: esto que voy a escribir puede sonar como una aliteración verbal engañosa, o tal vez caprichosa, o capciosa. Pero es sólo un modo de expresar una situación, que no entendía y que tal vez nunca llegue a entender. Por esto, sabrán disculpar el tono grosero, poco elegante. Es, más que nada, producto de mi confusión.
Cuando era chico, se me ocurrió que nunca podría llegar a pensar algo sin saber que lo estaba pensando.
Es decir, nunca podría dotar a mi mente de una barrera que se protegiese a sí misma de sus pensamientos, o de sus recuerdos. Pero una barrera con una flexibilidad que le permitiera a la mente acceder a ellos sin ningún tipo de proceso inductorio. Porque, aceptémoslo, sería de gran ayuda el ejercicio de la autocensura cerebral. Recuerdo la película Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y creo que por ahí viene la cosa: un hombre solicita los servicios de una sospechosa empresa que, de manera mecánica, automática, hace desaparecer los recuerdos no deseados. Los problemas aparecen cuando el hombre, perdido en su mente en pleno tratamiento, comprende que realmente no desea borrar algunos momentos.
El mecanismo del que estoy hablando (que, obviamente, en caso de existir, se trataría de algo completamente biológico) comprendería este sistema que propone la película. Pero permitiría al sujeto tener control absoluto de su mente. Pero, me pregunto, ¿existe el proceso de borrar información pero sin desplazarla del cerebro?
En El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, la última (gran) novela traducida de Murakami, los “calculadores” codifican y decodifican la información para que no se filtre. La información sólo está a salvo cuando ni siquiera ellos, los encargados de administrarla, la conocen. Definitivamente me estoy acercando. Cuando la información es decodificada, se guarda en una especie de “caja negra” mental. El hombre maneja la información, pero no tiene acceso a ella.
Por otro lado, los tres sistemas de conciencia que propuso Freud en primera instancia (inconsciente, preconsciente, inconsciente) se adaptan perfectamente a este proceso. Los pensamientos o recuerdos no deseados se instalan en el preconsciente, una especie de papelera de reciclaje mental. Y el sujeto, por un proceso desencadenador, tiene acceso al material desechado. No me satisface esta teoría. Cuando se habla de procesos, al igual que en Murakami, tengo la sensación de que no es realmente el hombre el que maneja la información.
Esta semana leí, no recuerdo donde, que los últimos secretos que se esconden del hombre se ocultan en el macrocosmos y en lo profundo de su encriptada mente. Nada más cierto.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Para M, que, al menos, nunca caminó.

1
Comenzamos con una cara. Una cara cualquiera. Desprovista de género. Ojos marrones, algunas pecas, nariz pequeña, recta. El pelo puede ser de cualquier manera, no tiene importancia. El tórax puede ser ligeramente alargado o ligeramente ancho, no ambas. Los brazos deben ser largos, deben llegar casi hasta las rodillas. Las manos, anchas y grandes, desproporcionales al resto del cuerpo. Las piernas, y esto sí es bastante importante, deben ser cortas y estar separadas. No deben ser de ninguna manera torpes, pero si insignificantes, como carentes de valor.
Nos alejamos, nos acercamos, estamos satisfechos. Nos detenemos en pequeños detalles: Los ojos que nos miran, mansos; una pequeña peca en la base de la nariz; las manos, cálidas.
La anatomía nos parecerá perfecta, soberbia. Nos felicitamos.

2
Buscamos una geografía, un marco para ubicarlo, y al fin lo encontramos: a lo lejos un paredón semi destruido, sobre un suelo muerto, sin vegetación. Un día frío, tal vez lluvioso, tal vez no. Lo importante es el frío, que se nos mete en el cuerpo cuando respiramos. Ya tenemos un marco, es hora de dotarlo de acción.

3
Lo hacemos correr hasta el paredón, ubicado a 30 o 40 metros. Admiramos como, a pesar de las piernas poco eficientes, se las arregla para correr notablemente rápido. Le hacemos repetir el ejercicio varias veces. Ya estamos listos: contamos hasta tres y hacemos que corra por última vez. Observamos con cariño el ondulante, casi hipnótico, movimiento de los brazos, como cierra los puños mientras corre. Cargamos el arma. El paredón está cada vez más cerca. Sólo quedan diez metros. Fruncimos el entrecejo y apuntamos al tronco: un disparo seguro, preciso.
Esperamos unos segundos y nos acercamos. Los brazos, largos en el suelo, parecen tentáculos. Quedan estirados, a escasos metros de la pared.
Silenciosamente, comenzamos de vuelta: una cara cualquiera, unos ojos grises, una nariz aguileña…

miércoles, 16 de junio de 2010

ciencia ficción en tres o cuatro entregas

Parte cuatro: De cómo termina la historia de G.
Empezó con verdulerías de barrio, librerías pequeñas. Era fácil. Con el cuerpo gigante y el rostro desfigurado, la gente se paralizaba al verlo. G aprovechaba esto.
Señor, espéreme un minuto y ya estoy con usted. Ese día se decidió por un quiosco de barrio. G sacó el arma. De muchas maneras, este trabajo era mucho más fácil que cualquiera que hubiera hecho en toda su vida. Afortunadamente para G, nunca nadie se había resistido. G no hubiera sabido que hacer.
Por favor, señor, no haga ninguna locura, sólo déme el dinero y me marcharé tranquilamente. Siempre repetía lo mismo. G incluso se pensaba elegante como ladrón. La elegancia que nunca había tenido la conseguía ahora, monstruoso y ladrón. El quiosquero, desesperado, se lanzó hacia delante y empezó a forcejear. G se asustó. Nunca se hubiera imaginado que alguien se le hubiera resistido.
Apartó al hombre de un golpe. El hombre cayó al suelo. Sacó el arma. Se acordó de la golpiza que le propinaron. Apuntó al hombre y, sin mirar, apretó el gatillo.
Abrió los ojos. El hombre muerto, con los ojos abiertos, lo miraba desde el suelo, con el pecho rojo. Se quedó parado, no podía moverse, no podía ver. Escuchó un grito. Empezó a correr. La gente lo perseguía. Miró a su alrededor. El gabinete del doctor Lunes estaba cerca, recordó G bruscamente. Las personas que lo perseguían estaban cada vez más cerca. Cerró los ojos, corrió con todas sus fuerzas.
Llegó al local y empezó a golpear la puerta desesperadamente. El doctor Lunes se asomó, sin abrir totalmente la puerta.
¡G! ¿Qué necesita?
¡Mi cuerpo! Contestó desesperado. Miró a su alrededor. De momento, la gente había desaparecido.
Eso me será imposible, señor G, lo vendí esta mañana. ¿Qué sorpresa no? Pensaba que no lo iba a vender nunca. Era un político, muy conocido. Quería pasar desapercibido. Pero no se preocupe, le daremos una garantía, aproximadamente..
G no escuchó más. Sus perseguidores, ahora que nuevamente los podía ver, eran policías. Cuatro policías con armas en sus manos.
G alcanzó a correr tres o cuatro cuadras antes que le disparasen.
Mientras agonizaba, acostado en una vereda, un grupo de gente lo rodeó, con curiosidad.
G, desde el piso, recorrió con la vista las caras de las personas.
Y se reconoció entre el grupo. Se vió a si mismo delante de el. Vió a su cuerpo, ahora de otra persona, viéndolo morir, con una sonrisa en los ojos.
¡Un delincuente menos en las calles!, escuchó decir a su cuerpo, sonriente, antes de morir.

martes, 15 de junio de 2010

escritura automática

Jazz en Egipto. Las nubes violetas bostezan. Toda la saliva de las trompetas, y toda la sangre, entra en el Río Nilo, que desborda agua espesa, gorda.
Los poemas podridos, oxidados, como fantasmas.
Todos los viejos del mundo bailan. Todos los viejos bailan la historia. Y la historia baila en los viejos, en las manchas hepáticas, las arrugas, la tos. La tos que sopla en las trompetas, los trombones, los clarinetes, que, dándose valor, entran a la ciudad. ¡La invaden! Clarinetes y poetas conquistan la ciudad. Violan a las mujeres, esclavizan a los hombres, matan a los niños. En poco tiempo, pirámides de cráneos, y pirámides de basura en las puertas de la ciudad.
Oda a lo que no entiendo, lo que no puedo explicar. Lo que me maravilla.
Que es inmenso, y cada día se multiplica.
Oda a los poemas toscos, eyaculados.

viernes, 11 de junio de 2010

ciencia ficción en tres o cuatro entregas

Parte tres: de cómo G finalmente cambió su vida.
A ver, sonreí. Muy bien. Ahora ponete serio.
G, mirando a la cámara, obedecía. Sonrió, se puso serio.
Muy bien. Las cámaras y las luces se apagaron. Estuviste muy bien, cualquier cosa te llamamos. ¿Pero me van a dar el papel? No lo sabemos. Te llamamos en unos días.
Una vez en su casa, G se desesperó. No todo era tan fácil como se imaginaba. Era la tercera prueba ante cámaras que hacía en esa semana y todavía no había conseguido nada. La sospecha de que era él mismo el problema lo atormentaba. La impresión de que estaba predestinado a vivir como un ser gris y anónimo, tuviera el cuerpo que tuviese, se hacía cada día más y más grande en su cabeza.
Ya había abandonado su trabajo de mozo, y decidió ser actor, por consejo del doctor Lunes. G debía dinero por su nuevo cuerpo. Mucho dinero. Sumado al pago de Lunes, tenía que pagar la manutención del cuerpo. Gimnasios, píldoras. G tenía cada vez más gastos y menos ingresos.
En ese momento, alguien tocó a su puerta.
G preguntó quien era. ¿Señor G? Nos envía el doctor Lunes. Debemos cobrarle.
G contestó rápidamente. No tengo dinero. Díganle al doctor que este mes no le podré pagar.
La puerta se vino abajo con un estruendo. Tres hombres entraron en la pequeña habitación de G. Y, sin ninguna palabra, comenzaron a golpearlo. Al principio con cautela, ya que el cuerpo nuevo de G era verdaderamente de temer. Pero al ver que no se defendía, lo empezaron a golpear con saña, disfrutándolo. Lo arrastraron por toda la habitación. Y cuando se cansaron de golpearlo, luego de lo que a G le parecieron interminables horas, se fueron. La cuenta está saldada, dijo uno de los hombres antes de irse. Si se atrasa en el pago del mes que viene, nos volveremos a encontrar. Adiós señor G.
En el piso de la habitación, enroscado, G se largó a llorar. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, ahora desfiguradas por los golpes. Verdaderamente estaba peor que antes.
Aún pequeño y calvo, en su anterior vida nunca habría sido golpeado de esta manera. Casi añoró el maltrato que recibía en el restaurante.
Se levantó. Fue hasta el baño y se miró al espejo. El rostro antes elegante y sereno, estaba completamente desfigurado. El labio inferior le colgaba inerte. Toda la cara le sangraba. No podía abrir uno de los ojos. La nariz partida, doblada hacia un costado.
Ahora debía hacer algo. Con el rostro desfigurado, podía despedirse de sus aspiraciones como actor. Pero al mes siguiente debía pagarle al doctor Lunes. Necesitaba dinero. Se miró nuevamente en el espejo. Su rostro, verdaderamente, inspiraba temor. Una idea le vino a la cabeza. Ya sabía que podía hacer para conseguir dinero.

martes, 8 de junio de 2010

Cuando llegó el tren, ya era de noche. Bajamos y, empezamos a correr. Algunos más disimuladamente. Bajaban caminando, discretos, pero ante la menor duda perdían los estribos y empezaban a correr. Otros corrían desaforadamente desde que bajaban del tren hasta quedar a salvo.
Realmente no recuerdo cuando empezó esta costumbre. De todas maneras, si uno no lo hace, lo invade automáticamente una sensación de peligro, como un hormigueo en el estómago. Como si tentáramos a la amenaza que nos sobrevuela si no huimos. Es casi instintivo: llegar y empezar a correr. Además ayer llovía. Un hombre, ya mayor, pisó un charco, resbaló y cayó. Y se quedó allí, pidiendo ayuda, gritando. Por supuesto que nadie lo ayudó, sino que sus gritos alteraron a la gente, y si algún bienintencionado tenia la intención de ayudarlo, se habrá asustado con sus gritos y habrá corrido el doble de rápido hasta su casa, habrá llegado y cerrado la puerta, mientras el pobre viejo gritaba cada vez más desesperado y la lluvia caía sobre sus pelos blancos.
Mientras corría y escuchaba los gritos del viejo, yo miraba los edificios, lejanos, que se multiplican. Que se hacen cada vez más altos, más imponentes. Y miraba a la luna, casi una mancha blanca detrás de las nubes. Era como si en los gritos del viejo se escuchara también a la luna, que clamaba por salir a la superficie. Que clamaba por existir. De todas maneras, llegué a mi casa y muy rápidamente cerré la puerta con las trabas. Afuera, los gritos del viejo se hicieron muy intensos, casi sobrehumanos, y se cortaron subitamente. Quedaba un silencio negro, profundo, mojado por la lluvia.

lunes, 7 de junio de 2010

ciencia ficción en tres o cuatro entregas

Parte 2: De como se concreta el experimento.
Cuando el doctor Lunes terminó de descorrer la última cortina del último cubículo (color verde oliva esta) empezó a describir a cada una de las personas que había dentro de los vestidores.
Mire este, mírelo. Alto, elegante, un hombre que se distingue del resto en cualquier lugar. Un hombre que despierta la pasión de las hembras.
G no dijo nada. Miraba al hombre, era realmente apuesto. Pero el hombre estaba quieto dentro del cubículo. Parecía un maniquí, pero realmente humano. Por otro lado no era un maniquí, pero realmente no se movía. G se preguntó si respiraba.
El doctor Lunes se dirigió al siguiente cubículo.
Este es uno de mis preferidos. ¡Una mente brillante! Imagínese siendo este. Podría ganarse la vida siendo científico, o profesor.
El doctor Lunes vió la expresión de interrogante en el rostro de G y se apresuró a contestar.
Oh! Discúlpeme. No le he explicado lo más importante: como funciona todo esto. Es que uno se va haciendo viejo… En fin. Usted tiene que elegir uno, señor G, el que más le guste. Y yo me encargo de ponerlo en ese cuerpo.
G se estremeció. Quiso huir, pero sus piernas no le respondían. Se quedó parado, viendo como Lunes iba describiendo los demás maniquíes: una mujer (¡No se haga problema con el cambio de sexo, señor G!), uno musculoso, y, finalmente, un hombre pequeño, ordinario (Este está de oferta, señor G, lo tengo hace bastante tiempo).
Eso es todo, señor G, ¿eligió alguno?
G, sin contestar, miró fijo al doctor Lunes. Buscó en el rostro alguna señal, algo que le indicara que estaba haciendo una broma. O que estaba loco, que era un demente fugado de algún hospital público. Pero no. Seguía allí, con una amable sonrisa de anciano sabio, esperando su respuesta. G recorrió los cuerpos: la mujer, el hombre musculoso, el hombre inteligente, el hombre apuesto, y el último. ¿Habría sido una persona como él? ¿Habría tenido sus mismos problemas? Lo sintió su igual. Y ahora, ¿estaría viviendo la vida de otra persona, en otro cuerpo? Se imaginó a si mismo cambiando de vida.
Envalentonado, se acercó al primer hombre, el apuesto. Admiró como el cubículo parecía quedarle chico. Como, aunque no se moviera, parecía querer salir del cubículo.
Quiero ser él.
¡Buena elección, señor G! Verdaderamente es el mejor. ¡Será usted la envidia de sus amigos! Venga aquí, se tiene que sentar. Eso es. Ahora, solo relájese.
G cerró los ojos. Se adormeció. Cuando se desperezó, no pudo saber cuanto tiempo había pasado.
El doctor Lunes se acercó sonriendo. ¿Falló la operación? Preguntó G.
Compruébelo usted mismo, contestó, sin dejar de sonreir. Y señaló un espejo detrás de G.
Se dio vuelta lentamente, y en el espejo, la cara del cuerpo que él había elegido lo miraba sorprendido.

miércoles, 2 de junio de 2010

Como aplausos clandestinos,
subterraneos,
hago silencio.
Y, como un lenguaje a ras del suelo,
como un perro que sacan a pasear,
hablo.

¿Cómo meter al doctor Estevanez en una caja de fósforos?

Cuando la afilada hoja del cuchillo golpeo, o ingresó (porque el cuchillo en la anatomía no era algo malo, era una protuberancia, tal vez un poco brillosa, que asomaba tímidamente su cabeza al exterior) en el estomago del doctor Estevanez, todo pareció recobrar su orden correcto. En los ojos del victimario no se vislumbro un brillo demoníaco, ni siquiera su cara se quebró con un grosero gesto de calma, como habiendo encontrado una gratificación, una perversa tranquilidad. El moreno rostro del doctor tampoco hizo evidente su sorpresa al mirar a los ojos de su victimario. El hecho de que esa venganza, ese odio, que había estado suspendido tanto tiempo sobre él estaba finalmente desplomándose, (como un edificio viejo que se va desgastando lentamente hasta venirse abajo con un estruendo), no se podía adivinar viendo los ojos del doctor en ese momento. Visto de otra manera era apenas un abrazo casi sin cariño, algo distante. El doctor cayó sobre las rodillas del asesino, con el rostro cruzado por un gesto algo cómico, pero a la vez espeluznante. Su cuerpo, como un globo rojo que se desinfla, (incluso el débil gemido del doctor Estevanez se asemejaba, terroríficamente, al ruido que el globo hace cuando se desinfla de a poquito en las manos de Lucas, que me mira asustado de que su primer globo rojo se le estuviera muriendo), se fue haciendo cada vez más pequeñito. Cuando todo pasa, podremos meter al doctor en una caja de fósforos.
A- Se paró el tren
B- Si, los hamsters se deben haber cansado
A- ¿Qué hamsters?
B- Los que corren en las rueditas. ¿No sabías? A este tren lo impulsan hamsters en ruedas. Un montón de hamsters en ruedas. Y para arrancar, tienen un burro, no se si uno o más, que empuja hasta que los hamsters ya hayan empezado a correr.
A- Creo que los burros siempre fueron los animales más sufridos de todos. Antes, a los burros se los usaba hasta que se morían. Como burros descartables. Como los burros que daban vueltas siempre en círculo, para hacer girar algo. Que vida ¿no? Girar eternamente en círculos. Yo si fuera el burro me rebelaría, ¿Qué es preferible, estar muerto o vivir dando vueltas?
B- No sé
A- ¿Vos no te rebelarías contra los que te hacen dar vuelta?
B- No soy un burro, pero me imagino que pensarán que la vida no es más que eso, dar vueltas eternamente, hasta que un día te morís. No conocen otra cosa que no sea eso, así que no pueden imaginar otra cosa. Además son animales. ¿Y cuando se dieron cuenta de que los burros no eran descartables?
A- Supongo que cuando duraron un poco más. Se dieron cuenta que si los hacían trabajar la mitad, vivían el doble. Igualmente, creo que era más conveniente lo primero.
B- ¿Cuánto viven los burros?
A- Treinta, cuarenta años. Como todos los animales. Una vez, uno vivió ochenta años. En un zoológico francés. Nunca se pudo explicar porque había vivido tanto.
B- Pobre, seguro que se le habían muerto todos los amigos.
A- Eso es verdad.
B- Pero aunque sea no vivió toda su vida dando vueltas en círculos.

viernes, 28 de mayo de 2010

ciencia ficción en tres o cuatro entregas

Parte 1: De como G conoce al doctor Lunes.
G era pequeño, arrugado, sudoroso. La calvicie hacía estragos en su cabeza. Rondaba los treinta años, pero los surcos sobre su boca lo hacían parecer, por lo menos, diez años mayor.
Trabajaba de mozo en un pequeño restaurante. Los clientes, casi siempre gordas sádicas dentro de vestidos rojos a punto de estallar, parecían disfrutar ensañándose con el, gritándole, a el y a sus manos sudorosas que hacían que las bandejas se le cayeran, que los platos se estrellaran contra el piso. G pensó en cambiar de trabajo, pero no servía para nada, tan torpe, tan feo. Acostado en su cama, soñaba con un milagro que cambiara su vida. Se imaginaba alto, apuesto. Casado con una mujer impactante, viviendo en una casa gigante. Pero se despertaba y miraba su pequeño y sucio departamento, se miraba a si mismo en el espejo y las esperanzas se le desvanecían.
Un día, encontró en el diario un misterioso anuncio.
“¿Quiere cambiar su vida?, el Doctor Lunes puede hacer que su vida dé un giro espectacular!”
G se aferraba de cualquier cosa que le prometiera cambiar su vida. Un aviso en un diario, una pomada extraordinaria, infusiones orientales, G creía en lo milagros pese a los incontables fracasos.
El consultorio del doctor Lunes, un anciano canoso con expresión benevolente, era mucho más cómodo de lo que G se imaginaba. Parecía un departamento de soltero algo oscuro, pero bastante amplio, con una habitación central. G se acordó de su pequeño monoambiente. Pero en un costado había varios cubículos, pequeños probadores, como los que hay en tiendas de ropa, de diferentes colores. G contó cinco y se preguntó que habría dentro de cada uno. Las cortinas blancas, corridas, ocultaban lo que había adentro.
Me mude aquí hace diez años, y hasta ahora me ha ido bien aquí, estoy cómodo, así que no he pensado mudarme, dijo el doctor Lunes ante la mirada de desconcierto de G.
G se apresuró a disculparse. Es un departamento muy espacioso, es una lástima que los cubículos ocupen tanto espacio.
¡Pero si es eso a lo que me dedico!
El doctor Lunes comenzó a descorrer con pomposidad la cortina de cada uno de los vestidores: Comenzó con el primero, de color rojo furioso. La cortina blanca fue descorriéndose lentamente.
Cuando G vió lo que había dentro del cubículo de color rojo, comprendió que había cometido un error al ir allí. Y que tendría que irse lo más rápido que pudiera.

lunes, 24 de mayo de 2010

1
Sangre caliente y metálica recorre sus cables. Su corazón, frío, y fosforescente, envía señales eléctricas a todo el cuerpo. Su cuerpo, inquieto, quiere moverse. Pero hay algo más brusco que la convicción: la realidad que la aplasta.
Entonces se queda bajo la lluvia, mientras los cohetes la iluminan por momentos.

O
Las computadoras, si serían personas, serían personas musculosas, con pechos atléticos y exuberantes. Estarían vestidos con taparrabos que apenas cubrirían sus piernas. Al llegar la noche, se sentarían junto a un fuego y contarían historias con la mirada fija en el fuego crepitante, buscando alguna señal entre las llamas.
Por otro lado, si las computadoras fueran animales, serían una especie exótica de papagayos, tan vistosos ellos, con plumas verdes, rojas y azules. Y mientras intentamos capturar una, haremos algún ruido (toseremos involuntariamente, pisaremos algún pasto demasiado seco) y las computadoras, siempre alerta, se nos volarán, en un hipnotizante espectáculo rojiazul de computadoras fugitivas.

OO
Las computadoras tienen recuerdos. Imágenes definidas:
Un lunar sonrosado en una mejilla oscura.
Una vela que se apaga súbitamente y deja a la audiencia sumida en la oscuridad.
Un pálido temblor, un ligerísimo estremecimiento ante algo. Puede ser temor al futuro (porque las computadoras también le temen al futuro), o quizás una indecisión pasajera, fruto de una distracción inocente, tal vez al imaginarse algo. Son seres sumamente susceptibles.

OOO
Si uno se propone, puede notar el acompasado respirar de una computadora: basta con acercar la oreja a una y prestar atención. Nunca debe confundirse esto con ese pequeño zumbido azul que hacen siempre las computadoras: es una trampa. Uno debe armarse de paciencia y empezará a escuchar. Al principio le costará distinguir, pero pronto, un quejido, tal vez un suspiro se hará lugar. Un suspiro constante, como si alguien suspirara eternamente, sin respirar.

1
Sangre metálica y espesa recorre sus cables. Su corazón, frío, y fosforescente, envía señales eléctricas a todo el cuerpo. Su cuerpo, inquieto, quiere moverse. Pero la brusca convicción queda aplastada bajo la realidad. Y se queda tranquilamente mirando las estrellas.