martes, 28 de septiembre de 2010

una imagen para tito landy

Mientras suena la canción Nunca llueve en la California sureña, de Albert Hammond, camino por el centro de alguna ciudad del conurbano. Los carteles rojos y negros se superponen y se mezclan con los cables, como si fueran venas y huesos. Se escuchan bocinas y gritos, que se confunden con la flauta que suena en la canción. Yo camino, ignorando los signos de mal augurio que veo entre la basura de la calle. Se pueden superponer imágenes de Operación Dragón, de Bruce Lee. Atravieso casas de deporte, casas de belleza, casas de electrodomésticos.
Llego a mi destino: un supermercado chino. Un tipo de pelo largo, con un parecido increíble con Robert Downey jr, me habla. No entiendo que dice. Creo que me pregunta algo, espera que le conteste. Me quedo callado. Un cartel de Nippur, el guerrero de Lagash, se erige inmenso en una pared, portando una espada. Los abdominales del tuerto brillan al sol, orgullosos. Junto a él cuelga un látigo negro, brillante. Le pregunto por el látigo a mi interlocutor. Se lo señalo. Lo va a buscar, lo trae y me lo entrega, entre frases incomprensibles. Ignorándolo, recorro con las yemas de mis dedos la superficie plástica del látigo. Es rugoso y caliente en el mango, como el grip de una raqueta, pero a medida que llego al extremo, se va haciendo más frío y más liso, como si tocara una madera.
Ahora suena Los comediantes, de Charles Aznavour.
El tipo me señala una escalera. Me empuja. Yo me deshago de él y la subo. Arriba me espera lo peor.

tres reflexiones

Venus
Hay un cuento en el que Bradbury presenta a Venus como un lugar en el que llueve eternamente. Esto conlleva una forma bastante inédita de suicidarse: acostarse en el suelo (tratando de estar a cielo abierto), abrir la boca y mantenerla abierta. Los suicidios de los terrícolas en Venus son bastante frecuentes: Bradbury describe lo que sucede con los hombres que pasaron años y años bajo la lluvia. Es como si la lluvia los fuera desgastando, erosionando. Como si a los astronautas se les diluyera el color en esa lluvia eterna. Sin embargo, periféricamente ubicadas, existen en Venus ciertas cúpulas de Sol: construcciones de mediano tamaño en las que los hombres pueden secarse, pueden comer. Un pequeño sol, ubicado en la parte central de la sala, permite a los hombres desnudarse y tumbarse, refugiados de la lluvia que afuera continúa cayendo, inmortal.
Los venusinos, criaturas anfibias, sabotean las cúpulas. Destrozan el edificio, apagan el sol. Y si hay algún humano dentro, se lo llevan y lo ahogan.
Puedo imaginar esa imagen con “A hard rain is gonna fall” de Dylan sonando de fondo: los venusinos, muy parecidos a la criatura de La cosa, destruyendo la cúpula dorada, mientras Dylan canta sobre una autopista de diamantes que nadie usa, sobre doce océanos muertos.


La diablada
Veo a la diablada durmiendo. Vistiendo pantalones anchos, sucios. Sombreros de paja. En un momento, como si hubiera sido premeditado, todas las panzas se hinchan con el respirar de la diablada. Algunos llevan rastrillos con ellos. Es de madrugada. Sobre el pasto verde nacen pinos altísimos, que se recortan sobre la noche que va muriendo. La diablada, inmutable, sigue durmiendo sin sospechar el milagro que está por empezar.


Requisito
Para que funcione, la materia liviana, ínfima, del poema, debe hacerse carne. Hacerse electricidad. Una potente descarga que recorre el cuerpo y lo llena de energía. O hacerse viento, una brisa que despeina, que sopla en los ojos y los nubla o los llena de lágrimas. Quizás se convierta en sonido, en pluma y en carbón.

jueves, 2 de septiembre de 2010

aviso

1
Una raza de supermujeres brota inesperadamente de las entrañas del inabarcable conurbano. Potentes, neumáticas, guerreras.

2
Hijas del desafío tropical, de la muda, inequívoca e involuntaria reivindicación de lo aborigen, hijas del Sol, de una televisión invencible en su banalidad; que no contenta con sus dominios, trasciende sus límites físicos y se cuela en toda la vida: que es como la lluvia, putrefacta, turbia, que entra mansa en mi casa, en tu casa. Y se hace carne: una carne dulce, sagrada.

3
Son la nueva apuesta revolucionaria, que somete por su sabor. Son las nuevas amazonas. Violentas, con su rostro abigarrado de malas intenciones miran desafiantes al mundo. Las hijas de los drugos de Burguess. Las reinas del feminismo involuntario.
Por las noches invaden las calles, tatuadas, y someten a quien se le cruza por el camino. Los gritos desesperados se oyen, pero nadie quiere salir: lo que en principio era un pasatiempo casi burgués es ahora un fuego explosivo, inmortal.

4
Las miradas afiebradas, que no dejan licuar lo carnavalesco ni siquiera en los bordes góticos, se detienen en su próximo objetivo. Biología y cronología exactas, que se unen para crear el azote último de la vida. Atrás quedaron los falsos profetas, el nuevo superhombre, la mala poesía que renacía, imborrable: todo eso está a punto de desaparecer. Nuestras hijas marginales nos tienen en sus manos. De sus bocas emana el último sonido de la vida, ese que escucha la gente antes de morir. Temblamos como nuestros antepasados europeos temblaban al escuchar la tierra estremecerse bajo los cascos del ejército huno.

5
Mientras retozábamos con nuestros jueguitos proustianos, mientras nos inventábamos una mujer nueva solo para complacer nuestra languidez, se gestaba algo en el seno último, en el seno equivocado, ese que alimentamos y subestimamos. Ese que crecía rechoncho y lleno de vida bajo nuestra mirada desatenta. Casi como un signo irónico de los tiempos: donde lo divino y lo pagano se alinearon, ahí nació un monstruo.
Un monstruo que se hoy se asoma a nuestras ventanas, que las rompe, que se bebe nuestra sangre en bárbaro espectáculo.

Por eso, joven argentino, esto es un llamado a tu saludable, robusta y maravillosa violencia. A la inmensa capacidad de brutalidad que tenés adentro.

Hoy por hoy es nuestra única esperanza.