miércoles, 16 de junio de 2010

ciencia ficción en tres o cuatro entregas

Parte cuatro: De cómo termina la historia de G.
Empezó con verdulerías de barrio, librerías pequeñas. Era fácil. Con el cuerpo gigante y el rostro desfigurado, la gente se paralizaba al verlo. G aprovechaba esto.
Señor, espéreme un minuto y ya estoy con usted. Ese día se decidió por un quiosco de barrio. G sacó el arma. De muchas maneras, este trabajo era mucho más fácil que cualquiera que hubiera hecho en toda su vida. Afortunadamente para G, nunca nadie se había resistido. G no hubiera sabido que hacer.
Por favor, señor, no haga ninguna locura, sólo déme el dinero y me marcharé tranquilamente. Siempre repetía lo mismo. G incluso se pensaba elegante como ladrón. La elegancia que nunca había tenido la conseguía ahora, monstruoso y ladrón. El quiosquero, desesperado, se lanzó hacia delante y empezó a forcejear. G se asustó. Nunca se hubiera imaginado que alguien se le hubiera resistido.
Apartó al hombre de un golpe. El hombre cayó al suelo. Sacó el arma. Se acordó de la golpiza que le propinaron. Apuntó al hombre y, sin mirar, apretó el gatillo.
Abrió los ojos. El hombre muerto, con los ojos abiertos, lo miraba desde el suelo, con el pecho rojo. Se quedó parado, no podía moverse, no podía ver. Escuchó un grito. Empezó a correr. La gente lo perseguía. Miró a su alrededor. El gabinete del doctor Lunes estaba cerca, recordó G bruscamente. Las personas que lo perseguían estaban cada vez más cerca. Cerró los ojos, corrió con todas sus fuerzas.
Llegó al local y empezó a golpear la puerta desesperadamente. El doctor Lunes se asomó, sin abrir totalmente la puerta.
¡G! ¿Qué necesita?
¡Mi cuerpo! Contestó desesperado. Miró a su alrededor. De momento, la gente había desaparecido.
Eso me será imposible, señor G, lo vendí esta mañana. ¿Qué sorpresa no? Pensaba que no lo iba a vender nunca. Era un político, muy conocido. Quería pasar desapercibido. Pero no se preocupe, le daremos una garantía, aproximadamente..
G no escuchó más. Sus perseguidores, ahora que nuevamente los podía ver, eran policías. Cuatro policías con armas en sus manos.
G alcanzó a correr tres o cuatro cuadras antes que le disparasen.
Mientras agonizaba, acostado en una vereda, un grupo de gente lo rodeó, con curiosidad.
G, desde el piso, recorrió con la vista las caras de las personas.
Y se reconoció entre el grupo. Se vió a si mismo delante de el. Vió a su cuerpo, ahora de otra persona, viéndolo morir, con una sonrisa en los ojos.
¡Un delincuente menos en las calles!, escuchó decir a su cuerpo, sonriente, antes de morir.

martes, 15 de junio de 2010

escritura automática

Jazz en Egipto. Las nubes violetas bostezan. Toda la saliva de las trompetas, y toda la sangre, entra en el Río Nilo, que desborda agua espesa, gorda.
Los poemas podridos, oxidados, como fantasmas.
Todos los viejos del mundo bailan. Todos los viejos bailan la historia. Y la historia baila en los viejos, en las manchas hepáticas, las arrugas, la tos. La tos que sopla en las trompetas, los trombones, los clarinetes, que, dándose valor, entran a la ciudad. ¡La invaden! Clarinetes y poetas conquistan la ciudad. Violan a las mujeres, esclavizan a los hombres, matan a los niños. En poco tiempo, pirámides de cráneos, y pirámides de basura en las puertas de la ciudad.
Oda a lo que no entiendo, lo que no puedo explicar. Lo que me maravilla.
Que es inmenso, y cada día se multiplica.
Oda a los poemas toscos, eyaculados.

viernes, 11 de junio de 2010

ciencia ficción en tres o cuatro entregas

Parte tres: de cómo G finalmente cambió su vida.
A ver, sonreí. Muy bien. Ahora ponete serio.
G, mirando a la cámara, obedecía. Sonrió, se puso serio.
Muy bien. Las cámaras y las luces se apagaron. Estuviste muy bien, cualquier cosa te llamamos. ¿Pero me van a dar el papel? No lo sabemos. Te llamamos en unos días.
Una vez en su casa, G se desesperó. No todo era tan fácil como se imaginaba. Era la tercera prueba ante cámaras que hacía en esa semana y todavía no había conseguido nada. La sospecha de que era él mismo el problema lo atormentaba. La impresión de que estaba predestinado a vivir como un ser gris y anónimo, tuviera el cuerpo que tuviese, se hacía cada día más y más grande en su cabeza.
Ya había abandonado su trabajo de mozo, y decidió ser actor, por consejo del doctor Lunes. G debía dinero por su nuevo cuerpo. Mucho dinero. Sumado al pago de Lunes, tenía que pagar la manutención del cuerpo. Gimnasios, píldoras. G tenía cada vez más gastos y menos ingresos.
En ese momento, alguien tocó a su puerta.
G preguntó quien era. ¿Señor G? Nos envía el doctor Lunes. Debemos cobrarle.
G contestó rápidamente. No tengo dinero. Díganle al doctor que este mes no le podré pagar.
La puerta se vino abajo con un estruendo. Tres hombres entraron en la pequeña habitación de G. Y, sin ninguna palabra, comenzaron a golpearlo. Al principio con cautela, ya que el cuerpo nuevo de G era verdaderamente de temer. Pero al ver que no se defendía, lo empezaron a golpear con saña, disfrutándolo. Lo arrastraron por toda la habitación. Y cuando se cansaron de golpearlo, luego de lo que a G le parecieron interminables horas, se fueron. La cuenta está saldada, dijo uno de los hombres antes de irse. Si se atrasa en el pago del mes que viene, nos volveremos a encontrar. Adiós señor G.
En el piso de la habitación, enroscado, G se largó a llorar. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, ahora desfiguradas por los golpes. Verdaderamente estaba peor que antes.
Aún pequeño y calvo, en su anterior vida nunca habría sido golpeado de esta manera. Casi añoró el maltrato que recibía en el restaurante.
Se levantó. Fue hasta el baño y se miró al espejo. El rostro antes elegante y sereno, estaba completamente desfigurado. El labio inferior le colgaba inerte. Toda la cara le sangraba. No podía abrir uno de los ojos. La nariz partida, doblada hacia un costado.
Ahora debía hacer algo. Con el rostro desfigurado, podía despedirse de sus aspiraciones como actor. Pero al mes siguiente debía pagarle al doctor Lunes. Necesitaba dinero. Se miró nuevamente en el espejo. Su rostro, verdaderamente, inspiraba temor. Una idea le vino a la cabeza. Ya sabía que podía hacer para conseguir dinero.

martes, 8 de junio de 2010

Cuando llegó el tren, ya era de noche. Bajamos y, empezamos a correr. Algunos más disimuladamente. Bajaban caminando, discretos, pero ante la menor duda perdían los estribos y empezaban a correr. Otros corrían desaforadamente desde que bajaban del tren hasta quedar a salvo.
Realmente no recuerdo cuando empezó esta costumbre. De todas maneras, si uno no lo hace, lo invade automáticamente una sensación de peligro, como un hormigueo en el estómago. Como si tentáramos a la amenaza que nos sobrevuela si no huimos. Es casi instintivo: llegar y empezar a correr. Además ayer llovía. Un hombre, ya mayor, pisó un charco, resbaló y cayó. Y se quedó allí, pidiendo ayuda, gritando. Por supuesto que nadie lo ayudó, sino que sus gritos alteraron a la gente, y si algún bienintencionado tenia la intención de ayudarlo, se habrá asustado con sus gritos y habrá corrido el doble de rápido hasta su casa, habrá llegado y cerrado la puerta, mientras el pobre viejo gritaba cada vez más desesperado y la lluvia caía sobre sus pelos blancos.
Mientras corría y escuchaba los gritos del viejo, yo miraba los edificios, lejanos, que se multiplican. Que se hacen cada vez más altos, más imponentes. Y miraba a la luna, casi una mancha blanca detrás de las nubes. Era como si en los gritos del viejo se escuchara también a la luna, que clamaba por salir a la superficie. Que clamaba por existir. De todas maneras, llegué a mi casa y muy rápidamente cerré la puerta con las trabas. Afuera, los gritos del viejo se hicieron muy intensos, casi sobrehumanos, y se cortaron subitamente. Quedaba un silencio negro, profundo, mojado por la lluvia.

lunes, 7 de junio de 2010

ciencia ficción en tres o cuatro entregas

Parte 2: De como se concreta el experimento.
Cuando el doctor Lunes terminó de descorrer la última cortina del último cubículo (color verde oliva esta) empezó a describir a cada una de las personas que había dentro de los vestidores.
Mire este, mírelo. Alto, elegante, un hombre que se distingue del resto en cualquier lugar. Un hombre que despierta la pasión de las hembras.
G no dijo nada. Miraba al hombre, era realmente apuesto. Pero el hombre estaba quieto dentro del cubículo. Parecía un maniquí, pero realmente humano. Por otro lado no era un maniquí, pero realmente no se movía. G se preguntó si respiraba.
El doctor Lunes se dirigió al siguiente cubículo.
Este es uno de mis preferidos. ¡Una mente brillante! Imagínese siendo este. Podría ganarse la vida siendo científico, o profesor.
El doctor Lunes vió la expresión de interrogante en el rostro de G y se apresuró a contestar.
Oh! Discúlpeme. No le he explicado lo más importante: como funciona todo esto. Es que uno se va haciendo viejo… En fin. Usted tiene que elegir uno, señor G, el que más le guste. Y yo me encargo de ponerlo en ese cuerpo.
G se estremeció. Quiso huir, pero sus piernas no le respondían. Se quedó parado, viendo como Lunes iba describiendo los demás maniquíes: una mujer (¡No se haga problema con el cambio de sexo, señor G!), uno musculoso, y, finalmente, un hombre pequeño, ordinario (Este está de oferta, señor G, lo tengo hace bastante tiempo).
Eso es todo, señor G, ¿eligió alguno?
G, sin contestar, miró fijo al doctor Lunes. Buscó en el rostro alguna señal, algo que le indicara que estaba haciendo una broma. O que estaba loco, que era un demente fugado de algún hospital público. Pero no. Seguía allí, con una amable sonrisa de anciano sabio, esperando su respuesta. G recorrió los cuerpos: la mujer, el hombre musculoso, el hombre inteligente, el hombre apuesto, y el último. ¿Habría sido una persona como él? ¿Habría tenido sus mismos problemas? Lo sintió su igual. Y ahora, ¿estaría viviendo la vida de otra persona, en otro cuerpo? Se imaginó a si mismo cambiando de vida.
Envalentonado, se acercó al primer hombre, el apuesto. Admiró como el cubículo parecía quedarle chico. Como, aunque no se moviera, parecía querer salir del cubículo.
Quiero ser él.
¡Buena elección, señor G! Verdaderamente es el mejor. ¡Será usted la envidia de sus amigos! Venga aquí, se tiene que sentar. Eso es. Ahora, solo relájese.
G cerró los ojos. Se adormeció. Cuando se desperezó, no pudo saber cuanto tiempo había pasado.
El doctor Lunes se acercó sonriendo. ¿Falló la operación? Preguntó G.
Compruébelo usted mismo, contestó, sin dejar de sonreir. Y señaló un espejo detrás de G.
Se dio vuelta lentamente, y en el espejo, la cara del cuerpo que él había elegido lo miraba sorprendido.

miércoles, 2 de junio de 2010

Como aplausos clandestinos,
subterraneos,
hago silencio.
Y, como un lenguaje a ras del suelo,
como un perro que sacan a pasear,
hablo.

¿Cómo meter al doctor Estevanez en una caja de fósforos?

Cuando la afilada hoja del cuchillo golpeo, o ingresó (porque el cuchillo en la anatomía no era algo malo, era una protuberancia, tal vez un poco brillosa, que asomaba tímidamente su cabeza al exterior) en el estomago del doctor Estevanez, todo pareció recobrar su orden correcto. En los ojos del victimario no se vislumbro un brillo demoníaco, ni siquiera su cara se quebró con un grosero gesto de calma, como habiendo encontrado una gratificación, una perversa tranquilidad. El moreno rostro del doctor tampoco hizo evidente su sorpresa al mirar a los ojos de su victimario. El hecho de que esa venganza, ese odio, que había estado suspendido tanto tiempo sobre él estaba finalmente desplomándose, (como un edificio viejo que se va desgastando lentamente hasta venirse abajo con un estruendo), no se podía adivinar viendo los ojos del doctor en ese momento. Visto de otra manera era apenas un abrazo casi sin cariño, algo distante. El doctor cayó sobre las rodillas del asesino, con el rostro cruzado por un gesto algo cómico, pero a la vez espeluznante. Su cuerpo, como un globo rojo que se desinfla, (incluso el débil gemido del doctor Estevanez se asemejaba, terroríficamente, al ruido que el globo hace cuando se desinfla de a poquito en las manos de Lucas, que me mira asustado de que su primer globo rojo se le estuviera muriendo), se fue haciendo cada vez más pequeñito. Cuando todo pasa, podremos meter al doctor en una caja de fósforos.
A- Se paró el tren
B- Si, los hamsters se deben haber cansado
A- ¿Qué hamsters?
B- Los que corren en las rueditas. ¿No sabías? A este tren lo impulsan hamsters en ruedas. Un montón de hamsters en ruedas. Y para arrancar, tienen un burro, no se si uno o más, que empuja hasta que los hamsters ya hayan empezado a correr.
A- Creo que los burros siempre fueron los animales más sufridos de todos. Antes, a los burros se los usaba hasta que se morían. Como burros descartables. Como los burros que daban vueltas siempre en círculo, para hacer girar algo. Que vida ¿no? Girar eternamente en círculos. Yo si fuera el burro me rebelaría, ¿Qué es preferible, estar muerto o vivir dando vueltas?
B- No sé
A- ¿Vos no te rebelarías contra los que te hacen dar vuelta?
B- No soy un burro, pero me imagino que pensarán que la vida no es más que eso, dar vueltas eternamente, hasta que un día te morís. No conocen otra cosa que no sea eso, así que no pueden imaginar otra cosa. Además son animales. ¿Y cuando se dieron cuenta de que los burros no eran descartables?
A- Supongo que cuando duraron un poco más. Se dieron cuenta que si los hacían trabajar la mitad, vivían el doble. Igualmente, creo que era más conveniente lo primero.
B- ¿Cuánto viven los burros?
A- Treinta, cuarenta años. Como todos los animales. Una vez, uno vivió ochenta años. En un zoológico francés. Nunca se pudo explicar porque había vivido tanto.
B- Pobre, seguro que se le habían muerto todos los amigos.
A- Eso es verdad.
B- Pero aunque sea no vivió toda su vida dando vueltas en círculos.