1
Desde que tenía memoria, F se desmayaba.
Nada grave: un pequeño desmayo y se despertaba al poco tiempo. Este proceso nunca afectó su salud o al menos su desempeño escolar. Por más que investigó, tampoco pudo nunca encontrar una justificación racional de su extraño comportamiento biológico. Si es que realmente se trataba de un procedimiento biológico.
Sus padres, desesperados al principio, fueron acostumbrandose a la situación hasta que se convirtió en algo normal. Sus conocidos también fueron entendiendo el proceso, al punto de que cuando F se desmayaba, no interrumpían lo que estaban haciendo. Era casi como si F, en lugar de desmayarse, hubiera ido al baño o se estuviera atando los cordones.
Hasta aquí, todo es relativamente normal. Conozco gente que se desmaya periódicamente. Incluso hay gente que se desmaya por nimiedades como pueden ser la simple visión de una aguja, o por vértigo. Pero todas poseen alguna explicación sobre sus desmayos.
Lo verdaderamente extraño era que soñaba. Sus sueños eran como parábolas. O mejor, como situaciones. Pequeñas e invasivas situaciones se sucedían a lo largo de sus desmayos.
Es más, daba la impresión de que la verdadera razón de los periódicos desmayos eran los sueños. Como si alguien o algo le quisiera comunicar algo. Además, los momentos que duraba el desmayo eran los únicos en los que F soñaba. Cuando dormía, era incapaz de soñar. Por eso, veía los desmayos como una compensación, una segunda oportunidad.
2
En algún sueño, F apareció en una terraza. Una terraza baja, de barrio.
F recordaba que la casa de su infancia tenía una azotea bastante parecida: piso de membranas, paredes muy bajas. Incluso había ropa colgada. Algunas medias, una toalla blanca. El sol estaba fuerte y hacía bastante calor. F se desabrigó.
Empezó a buscar una escalera para bajar de la azotea, y se asustó. No había escalera para bajar. Era una terraza sin casa. Miró a su alrededor. Estaba rodeado de terrazas iguales. El paisaje llegaba hasta donde sus ojos alcanzaban. Estaba en un océano de azoteas.
F se aproximó al borde de la terraza. Miró hacia abajo: no había nada. Oscuridad.
Calculó mentalmente cuanta distancia había entre donde estaba y la terraza más próxima. Muy poco, tal vez medio metro.
Suspiró, dió un salto y cayó en la siguiente terraza. Era igual a la primera. Incluso en la ropa que colgaba de la soga; era exactamente igual. Se aproximó al borde, y saltó a la siguiente. La terraza se repetía, perfecta. Siguió atravesando terrazas.
Eran todas casi iguales a la primera. Algún detalle cambiaba, como la ropa, o el tamaño de la terraza. Pero en general, eran todas iguales. F no se cansaba, no tenía hambre. Treinta y tres terrazas, treinta y cuatro. El paisaje no terminaba nunca. Y se repetía, como un laberinto. Luego de un tiempo, se agregó un tanque de agua, grande, de plástico, ubicado en lo alto de las terrazas.El tanque negro era un detalle que se vislumbraba en las terrazas vecinas. Como satélites oscuros, cercanos. F se asomó al vacío. Esta era otra característica de sus sueños: Sabía que soñaba, pero no podía despertarse. La cuarta pared de sus sueños era invisible. Existía en el sueño, pero de una manera lejana, insólita. Así que se enfrentó a la oscuridad de abajo. Se paró en la pared y lentamente fue deslizando su cuerpo hacia adelante. Lo último que vió antes de hundirse en la nada fue el sol, una antorcha de carne gris, tan real como el capítulo de un libro.
martes, 24 de agosto de 2010
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