miércoles, 18 de agosto de 2010

Para M, que, al menos, nunca caminó.

1
Comenzamos con una cara. Una cara cualquiera. Desprovista de género. Ojos marrones, algunas pecas, nariz pequeña, recta. El pelo puede ser de cualquier manera, no tiene importancia. El tórax puede ser ligeramente alargado o ligeramente ancho, no ambas. Los brazos deben ser largos, deben llegar casi hasta las rodillas. Las manos, anchas y grandes, desproporcionales al resto del cuerpo. Las piernas, y esto sí es bastante importante, deben ser cortas y estar separadas. No deben ser de ninguna manera torpes, pero si insignificantes, como carentes de valor.
Nos alejamos, nos acercamos, estamos satisfechos. Nos detenemos en pequeños detalles: Los ojos que nos miran, mansos; una pequeña peca en la base de la nariz; las manos, cálidas.
La anatomía nos parecerá perfecta, soberbia. Nos felicitamos.

2
Buscamos una geografía, un marco para ubicarlo, y al fin lo encontramos: a lo lejos un paredón semi destruido, sobre un suelo muerto, sin vegetación. Un día frío, tal vez lluvioso, tal vez no. Lo importante es el frío, que se nos mete en el cuerpo cuando respiramos. Ya tenemos un marco, es hora de dotarlo de acción.

3
Lo hacemos correr hasta el paredón, ubicado a 30 o 40 metros. Admiramos como, a pesar de las piernas poco eficientes, se las arregla para correr notablemente rápido. Le hacemos repetir el ejercicio varias veces. Ya estamos listos: contamos hasta tres y hacemos que corra por última vez. Observamos con cariño el ondulante, casi hipnótico, movimiento de los brazos, como cierra los puños mientras corre. Cargamos el arma. El paredón está cada vez más cerca. Sólo quedan diez metros. Fruncimos el entrecejo y apuntamos al tronco: un disparo seguro, preciso.
Esperamos unos segundos y nos acercamos. Los brazos, largos en el suelo, parecen tentáculos. Quedan estirados, a escasos metros de la pared.
Silenciosamente, comenzamos de vuelta: una cara cualquiera, unos ojos grises, una nariz aguileña…

No hay comentarios:

Publicar un comentario