Parte cuatro: De cómo termina la historia de G.
Empezó con verdulerías de barrio, librerías pequeñas. Era fácil. Con el cuerpo gigante y el rostro desfigurado, la gente se paralizaba al verlo. G aprovechaba esto.
Señor, espéreme un minuto y ya estoy con usted. Ese día se decidió por un quiosco de barrio. G sacó el arma. De muchas maneras, este trabajo era mucho más fácil que cualquiera que hubiera hecho en toda su vida. Afortunadamente para G, nunca nadie se había resistido. G no hubiera sabido que hacer.
Por favor, señor, no haga ninguna locura, sólo déme el dinero y me marcharé tranquilamente. Siempre repetía lo mismo. G incluso se pensaba elegante como ladrón. La elegancia que nunca había tenido la conseguía ahora, monstruoso y ladrón. El quiosquero, desesperado, se lanzó hacia delante y empezó a forcejear. G se asustó. Nunca se hubiera imaginado que alguien se le hubiera resistido.
Apartó al hombre de un golpe. El hombre cayó al suelo. Sacó el arma. Se acordó de la golpiza que le propinaron. Apuntó al hombre y, sin mirar, apretó el gatillo.
Abrió los ojos. El hombre muerto, con los ojos abiertos, lo miraba desde el suelo, con el pecho rojo. Se quedó parado, no podía moverse, no podía ver. Escuchó un grito. Empezó a correr. La gente lo perseguía. Miró a su alrededor. El gabinete del doctor Lunes estaba cerca, recordó G bruscamente. Las personas que lo perseguían estaban cada vez más cerca. Cerró los ojos, corrió con todas sus fuerzas.
Llegó al local y empezó a golpear la puerta desesperadamente. El doctor Lunes se asomó, sin abrir totalmente la puerta.
¡G! ¿Qué necesita?
¡Mi cuerpo! Contestó desesperado. Miró a su alrededor. De momento, la gente había desaparecido.
Eso me será imposible, señor G, lo vendí esta mañana. ¿Qué sorpresa no? Pensaba que no lo iba a vender nunca. Era un político, muy conocido. Quería pasar desapercibido. Pero no se preocupe, le daremos una garantía, aproximadamente..
G no escuchó más. Sus perseguidores, ahora que nuevamente los podía ver, eran policías. Cuatro policías con armas en sus manos.
G alcanzó a correr tres o cuatro cuadras antes que le disparasen.
Mientras agonizaba, acostado en una vereda, un grupo de gente lo rodeó, con curiosidad.
G, desde el piso, recorrió con la vista las caras de las personas.
Y se reconoció entre el grupo. Se vió a si mismo delante de el. Vió a su cuerpo, ahora de otra persona, viéndolo morir, con una sonrisa en los ojos.
¡Un delincuente menos en las calles!, escuchó decir a su cuerpo, sonriente, antes de morir.
miércoles, 16 de junio de 2010
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