Cuando llegó el tren, ya era de noche. Bajamos y, empezamos a correr. Algunos más disimuladamente. Bajaban caminando, discretos, pero ante la menor duda perdían los estribos y empezaban a correr. Otros corrían desaforadamente desde que bajaban del tren hasta quedar a salvo.
Realmente no recuerdo cuando empezó esta costumbre. De todas maneras, si uno no lo hace, lo invade automáticamente una sensación de peligro, como un hormigueo en el estómago. Como si tentáramos a la amenaza que nos sobrevuela si no huimos. Es casi instintivo: llegar y empezar a correr. Además ayer llovía. Un hombre, ya mayor, pisó un charco, resbaló y cayó. Y se quedó allí, pidiendo ayuda, gritando. Por supuesto que nadie lo ayudó, sino que sus gritos alteraron a la gente, y si algún bienintencionado tenia la intención de ayudarlo, se habrá asustado con sus gritos y habrá corrido el doble de rápido hasta su casa, habrá llegado y cerrado la puerta, mientras el pobre viejo gritaba cada vez más desesperado y la lluvia caía sobre sus pelos blancos.
Mientras corría y escuchaba los gritos del viejo, yo miraba los edificios, lejanos, que se multiplican. Que se hacen cada vez más altos, más imponentes. Y miraba a la luna, casi una mancha blanca detrás de las nubes. Era como si en los gritos del viejo se escuchara también a la luna, que clamaba por salir a la superficie. Que clamaba por existir. De todas maneras, llegué a mi casa y muy rápidamente cerré la puerta con las trabas. Afuera, los gritos del viejo se hicieron muy intensos, casi sobrehumanos, y se cortaron subitamente. Quedaba un silencio negro, profundo, mojado por la lluvia.
martes, 8 de junio de 2010
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